El calor de aquel
verano hizo que los pies de la Virgen, de la Iglesia San Agustín, se despegaran
milagrosamente. Entonces, María decidió caminar hacia el centro. En aquel
trajín: un hombre le dijo que no tenía tiempo para lecturas de mano; una joven
vio caer el manto de la santa, se lo ciñó a la cintura y arrancó; una señora le
increpó su anticuada ropa y el bebé se puso a llorar. Fue al llegar a la plaza
que una indigente la reconoció, cuando se les acercó, el infante cesó su llanto
y sonrió, se fueron volando al cielo.
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