jueves, 29 de enero de 2015

Escondida

(Prólogo: ¿cómo nos gustaba jugar a la escondida de pequeños, verdad?, sólo que ahora de grandes no es tan divertido, porque el juego se torna en un trabajo y no sabemos qué, ni dónde buscar lo “invisible”.)

Ella tenía 5 años y estaba jugando a la escondida. Se escondió debajo de un gran camión. Le gustaba esconderse muy bien y ser la última a quien descubrieran. Se escondió tan bien, tan bien, que todos andaban buscándola a gritos y ella traviesa, inmóvil, callada, muy callada. Hasta que se escucha un estruendo, se mueve y es sorprendida. Estaba tan concentrada en el juego, que en el arranque brincó y se pegó en la cabeza. Le dolió, se agachó y partió corriendo para llegar primero.

De pronto, durante la carrera, sintió una gota helada cortar su mejilla, pensó que era sudor, pasó la mano y al verla: era sangre. El frío se tornó en un ardor insoportable, era la primera vez que veía sangre y salía mucha de su cabeza. Cambió de dirección y ahora la carrera era derechito a su casa, llorando a gritos, mientras su ropa de color amarillo se manchaba.

Al llegar, golpeó con toda la fuerza de sus puños la puerta, llamando a su madre. Le abrió su tía, que quedó pasmada con lo que veía. Luego ya no recuerda…

Ahora, cambiada de ropas  y más tranquila se está mirando en un espejo, mientras su madre le limpia con los últimos algodones blancos que salen limpios. Aún con los ojos vidriosos le pregunta inocentemente a su madre: ”¿estoy muerta?”.

Entonces, ocurre algo extraordinario, incomprensible, justo en ese preciso instante, cuando observa a su madre, la niña se da cuenta que está del otro lado del espejo, ¡está mirando desde dentro del espejo!, su consciencia está fuera de su pequeño cuerpo,  y es tan hermoso lo que ve: el rostro de su madre resplandeciendo con una sonrisa, mientras le dice dulcemente: “no, no estás muerta angelita”.



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