(Prólogo: ¿cómo nos gustaba jugar a la escondida de
pequeños, verdad?, sólo que ahora de grandes no es tan divertido, porque el
juego se torna en un trabajo y no sabemos qué, ni dónde buscar lo “invisible”.)
Ella tenía 5 años y estaba jugando a la escondida. Se escondió debajo
de un gran camión. Le gustaba esconderse muy bien y ser la última a quien descubrieran.
Se escondió tan bien, tan bien, que todos andaban buscándola a gritos y ella traviesa,
inmóvil, callada, muy callada. Hasta que se escucha un estruendo, se mueve y es sorprendida.
Estaba tan concentrada en el juego, que en el arranque brincó y se pegó en la
cabeza. Le dolió, se agachó y partió corriendo para llegar primero.
De pronto, durante la carrera, sintió una gota helada cortar
su mejilla, pensó que era sudor, pasó la mano y al verla: era sangre. El frío
se tornó en un ardor insoportable, era la primera vez que veía sangre y salía mucha de su cabeza. Cambió de dirección y ahora la carrera era derechito a
su casa, llorando a gritos, mientras su ropa de color amarillo se manchaba.
Al llegar, golpeó con toda la fuerza de sus puños la puerta,
llamando a su madre. Le abrió su tía, que quedó pasmada con lo que veía. Luego
ya no recuerda…
Ahora, cambiada de ropas y más tranquila se está mirando en un espejo,
mientras su madre le limpia con los últimos algodones blancos que salen
limpios. Aún con los ojos vidriosos le pregunta inocentemente a su madre: ”¿estoy muerta?”.
Entonces, ocurre algo extraordinario, incomprensible, justo
en ese preciso instante, cuando observa a su madre, la niña se da cuenta que
está del otro lado del espejo, ¡está mirando desde dentro del espejo!, su
consciencia está fuera de su pequeño cuerpo,
y es tan hermoso lo que ve: el rostro de su madre resplandeciendo con
una sonrisa, mientras le dice dulcemente: “no, no estás muerta angelita”.
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