miércoles, 23 de abril de 2014

Caminando con Da Vinci

Luego de mi reflexión sobre la mesa en los cuadros de Da Vinci, me disponía a observar el cuadro de “La Última Cena” y quedé con expresión de sorpresa al sentir que todo aquel desplante de personajes, sólo trata de mostrar algo, un misterio.

Siempre se ha hecho mención a que el cáliz, un símbolo tan importante, no aparece en el cuadro y bueno, para aquellos que hemos avanzado más allá de lo físico, sabemos que el cáliz es un concepto. Magistralmente, Da Vinci hace uso de aquella falta y nos guía a aquel “mundo invisible” que ha representado en su famoso cuadro.

Nos lleva de la mano, como si fuéramos niños, y nos pregunta: “¿qué ves?”. El niño en nosotros dirá: veo a gente con sus expresiones y sus manos gesticulando.  Y luego nos pregunta: ¿dónde “centras” tu atención?, he inmediatamente respondemos en “Jesucristo”.















Da Vinci nos pregunta: ¿qué hace Jesús?, respondemos que  está hablando como tratando de explicar algo, a la vez que mira su mano vacía, con la palma hacia arriba. Nuevamente nos cuestiona: ¿y en esa dirección qué hay?, decimos que alguien apunta con seguridad hacia arriba, pero arriba no hay nada, está oscuro, pienso que nadie le cree lo que está diciendo. Da Vinci cuestiona: ¿estás segura?, respondemos: bueno hay una persona muy sorprendida al lado de él, muy asombrada, pero no está mirando la misma mano que Jesús, está mirando hacia su otra mano, que tiene un gesto enérgico, que no se relaciona con la expresión de tranquilidad de su rostro.  Nuevamente nos interroga: ¿qué hay “sobre” esa mano?, buscamos y nada…

Sin embargo, ante nosotros aparece un espacio sospechoso, una claridad que se contrapone con el tumulto de gente, la forma que se nos presenta es triangular invertida, abierta en su lado superior, flanqueado en sus costados por sendos mantos color rojos. Sorprendidos decimos que ¡hemos encontrado el cáliz de vino!.

En este momento, alzamos nuestra mirada y miramos a Da Vinci, él apenas sonríe, se ha quedado con aquella expresión de infinito misterio, como en su cuadro de la Monalisa, nos mira y se va así como llegó, con la técnica que domina del sfumato…

Hemos quedado solos frente al cuadro, con una sensación de regocijo y a la vez de pregunta “¿eso es todo?”…

En este momento, recordamos la inusual forma de escribir de Da Vinci: él escribía al revés, de tal forma que con sólo un espejo se podía descifrar lo escrito. Es ahí donde, lo visible es aparente y lo oculto adquiere significado al mirar por el espejo. Aquel dedo que apunta para arriba en realidad está señalando su opuesto. Nos sorprende enormemente mirar hacia arriba y en aquella oscuridad encontrar un cubo negro. Más aún nos turba el hecho que este cubo debe ser nuevamente mirado de forma especular para poder centrarlo al vértice del triángulo.


















Sin embargo, miramos la expresión de tranquilidad de Juan Bautista, reforzada en las únicas manos entrelazadas, serenas como las aguas, mientras alguien pone su mano sobre su garganta como pidiéndole que guarde el secreto. Hemos llegado a un punto donde al mirar aquel cubo, sabemos que su único destino es “caer”. Y cuando caiga, lo recibirá un triángulo inundado de fervor que será capaz de reducirlo a una esfera poderosa que sólo Jesús es capaz de sostener en su mano, nadie más podrá hurtárselo.

Así como los círculos caen triangulados en cuadrados a la tierra, Da Vinci en su obra nos da una esperanza de que aquel proceso inverso es posible realizarlo. Da Vinci incomprendido, al igual que Jesús, fue un niño eterno, al igual que nosotros.

Aquello de la creación, resurreción y apocalipsis siempre han ocurrido al mismo tiempo, siempre es presente, somos nosotros los que no sabemos entender aquello de la Unidad. (un 2 que en realidad es un 1, reafirma la inscripción que ha colocado Da Vinci sobre el cubo).














Después de mi encuentro con Da Vinci, puedo decir que: “he ido por agua y regresé con vino”.





















(La línea de posición del espejo arriba, coincide con la de abajo).

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