(NOTA IMPORTANTE: Este relato necesita ser leído en
silencio, las letras que ve Ud. aquí son su
pensamiento, él es un personaje
invisible y él es el protagonista que realiza este viaje. El relato es
verídico. Lo externo es igual a lo interno, frente a Ud. en este instante, así
como en cada momento, hay un espejo, deténgase y obsérvelo, sólo hay que saber
leer).
Recuerdo que mis viajes al campo junto a mi madre, para
visitar a mi abuela, eran una verdadera hazaña. Yo era pequeña y mis pasos
cortos, así que el trayecto duraba el doble de tiempo para mi madre, nos
demorábamos más de dos horas en llegar. El camino era arcilloso lo que le daba
el color rojizo característico y en invierno las botas eran nuestra mejor
compañía protegiéndonos del barro. El camino era literalmente el lomo de un
dragón con sus serpenteantes subidas y bajadas. Había momentos que no daba más
por lo empinado de la pendiente y mi madre me decía que no me detuviera hasta
que llegáramos a la cima de aquel tramo, hasta ese entonces descansábamos y al
mismo tiempo observábamos el paisaje. Una
vez repuestas las energías continuábamos como si nada, bajando para luego otra vez
subir. El camino tenía muchas bifurcaciones y yo no sabía cuál tomar, pero mi
madre sí lo conocía, así que yo la seguía. A ambos lados del camino había densos
bosques y con sólo mirar a mí me asustaba su oscuridad, me sentía segura estando
en el camino. Ya casi al llegar, nos quedaba el último cerro y aquí, para
acceder a la casa de mi abuela en la cima, sobre todo en invierno, no podíamos
ir por el camino pues lo cruzaba un riachuelo que llevaba más caudal de
costumbre y hacía de la planicie un cenagal inaccesible, así que debíamos rodearlo
por detrás y meternos al bosque. Yo sólo daba gracias porque mi madre me guiaba
o sino me hubiese sentido perdida. Recuerdo que las sensaciones en el bosque
eran más intensas comparadas con las del camino, el viento hacía murmurar las
hojas y crujir las ramas, a la par que la fragancia de las hojas
resinosas nos envolvía, por momentos me sentía un árbol más. Al final el bosque terminaba abruptamente y la claridad
se hacía presente iluminando la casa de adobe de mi abuela.
Mi abuela nunca sabía cuándo le llegarían las visitas, ella vivía
sola, aislada del mundo y eso hacía que sus sentidos estuvieran alertas a
cualquier cambio de lo habitual. Sin embargo, a pesar de que nos escuchaba que
estábamos afuera, ella no habría la puerta a menos que golpeáramos. Una vez
adentro, recuerdo que las paredes interiores estaban ennegrecidas por el hollín del
fogón, un fogón que estaba desde temprano hasta altas horas de la noche
encendido. Mi abuela no tenía mucho tema de conversación, muy apenas sabía leer
y casi no sabía escribir, sin embargo yo era inmensamente feliz observándola en
sus quehaceres, simplemente me sentaba a mirar, mientras mis pies colgaban sin
alcanzar el suelo.
Ella, sobre una bandeja, extendía un mantel de impoluto blanco
y luego le vaciaba, en un costado, unos puñados de trigo. Uno a uno separaba el
trigo de las impurezas hasta que el trigo pasaba limpio al otro costado. Después el trigo limpio era molido hasta hacerlo
un fino polvo. Tomaba una cantidad suficiente de aquello y formaba una montaña
blanca perfecta sobre una superficie lisa. Luego le agregaba agua tibia y con
la seguridad de aquellas manos que saben lo que hacen, lentamente, le daba consistencia
creando una masa que tomaba la forma que ella quisiera. Sin embargo, a pesar de
aquella libertad siempre la forma final era circular. Dejaba aquella masa
reposando abrigada en un mantel por un buen rato. Luego, desarropaba aquello y
lo dejaba bajo la ceniza que estaba a un costado del fogón. A veces dejaba caer
pequeños trozos de carbón encendido de rojo vívido, que de apoco se iban
consumiendo sobre la superficie de aquello oculto. Luego, despejaba con un palo
la ceniza y con su propias manos (jamás se quemaba) lo daba vuelta. Cuando ella estimaba que había pasado tiempo suficiente
lo sacaba, con un cuchillo quitaba las superficies negras, soplaba sobre él y me
lo entregaba para finalmente masticarlo.
Una abuela es lo más parecido que conozco al paraíso.
ResponderEliminarClaro, así es la palabra de los sabios "maná del cielo", sólo al encanecer se adquiere sabiduría.
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