lunes, 21 de abril de 2014

El acto de la palabra



(NOTA IMPORTANTE: Este relato necesita ser leído en silencio, las letras que ve Ud. aquí son su pensamiento,  él es un personaje invisible y él es el protagonista que realiza este viaje. El relato es verídico. Lo externo es igual a lo interno, frente a Ud. en este instante, así como en cada momento, hay un espejo, deténgase y obsérvelo, sólo hay que saber leer).


Recuerdo que mis viajes al campo junto a mi madre, para visitar a mi abuela, eran una verdadera hazaña. Yo era pequeña y mis pasos cortos, así que el trayecto duraba el doble de tiempo para mi madre, nos demorábamos más de dos horas en llegar. El camino era arcilloso lo que le daba el color rojizo característico y en invierno las botas eran nuestra mejor compañía protegiéndonos del barro. El camino era literalmente el lomo de un dragón con sus serpenteantes subidas y bajadas. Había momentos que no daba más por lo empinado de la pendiente y mi madre me decía que no me detuviera hasta que llegáramos a la cima de aquel tramo, hasta ese entonces descansábamos y al mismo tiempo observábamos el paisaje.  Una vez repuestas las energías continuábamos como si nada, bajando para luego otra vez subir. El camino tenía muchas bifurcaciones y yo no sabía cuál tomar, pero mi madre sí lo conocía, así que yo la seguía. A ambos lados del camino había densos bosques y con sólo mirar a mí me asustaba su oscuridad, me sentía segura estando en el camino. Ya casi al llegar, nos quedaba el último cerro y aquí, para acceder a la casa de mi abuela en la cima, sobre todo en invierno, no podíamos ir por el camino pues lo cruzaba un riachuelo que llevaba más caudal de costumbre y hacía de la planicie un cenagal inaccesible, así que debíamos rodearlo por detrás y meternos al bosque. Yo sólo daba gracias porque mi madre me guiaba o sino me hubiese sentido perdida. Recuerdo que las sensaciones en el bosque eran más intensas comparadas con las del camino, el viento hacía murmurar las hojas y crujir las ramas, a la par que la fragancia de las hojas resinosas nos envolvía, por momentos me sentía un árbol más. Al final el bosque terminaba abruptamente y la claridad se hacía presente iluminando la casa de adobe de mi abuela.


Mi abuela nunca sabía cuándo le llegarían las visitas, ella vivía sola, aislada del mundo y eso hacía que sus sentidos estuvieran alertas a cualquier cambio de lo habitual. Sin embargo, a pesar de que nos escuchaba que estábamos afuera, ella no habría la puerta a menos que golpeáramos. Una vez adentro, recuerdo que las paredes interiores estaban ennegrecidas por el hollín del fogón, un fogón que estaba desde temprano hasta altas horas de la noche encendido. Mi abuela no tenía mucho tema de conversación, muy apenas sabía leer y casi no sabía escribir, sin embargo yo era inmensamente feliz observándola en sus quehaceres, simplemente me sentaba a mirar, mientras mis pies colgaban sin alcanzar el suelo.


Ella, sobre una bandeja, extendía un mantel de impoluto blanco y luego le vaciaba, en un costado, unos puñados de trigo. Uno a uno separaba el trigo de las impurezas hasta que el trigo pasaba limpio al otro costado.  Después el trigo limpio era molido hasta hacerlo un fino polvo. Tomaba una cantidad suficiente de aquello y formaba una montaña blanca perfecta sobre una superficie lisa. Luego le agregaba agua tibia y con la seguridad de aquellas manos que saben lo que hacen, lentamente, le daba consistencia creando una masa que tomaba la forma que ella quisiera. Sin embargo, a pesar de aquella libertad siempre la forma final era circular. Dejaba aquella masa reposando abrigada en un mantel por un buen rato. Luego, desarropaba aquello y lo dejaba bajo la ceniza que estaba a un costado del fogón. A veces dejaba caer pequeños trozos de carbón encendido de rojo vívido, que de apoco se iban consumiendo sobre la superficie de aquello oculto. Luego, despejaba con un palo la ceniza y con su propias manos (jamás se quemaba) lo daba vuelta.  Cuando ella estimaba que había pasado tiempo suficiente lo sacaba, con un cuchillo quitaba las superficies negras, soplaba sobre él y me lo entregaba para finalmente masticarlo.


2 comentarios:

  1. Una abuela es lo más parecido que conozco al paraíso.

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    1. Claro, así es la palabra de los sabios "maná del cielo", sólo al encanecer se adquiere sabiduría.

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